No pretendo que todo el mundo se identifique con lo que escribo; tampoco espero que todo el mundo entienda lo que quiero decir, que empaticen con lo que sentí o que hagan las cosas tal cual las hago yo. Hace mucho entendí lo importante que es la diversidad de opinión, y aprendí que los prejuicios son la cosa más dañina que tenemos como sociedad. A pesar de todo eso, sí hay algo que constantemente espero de todo el mundo: que den lo mejor de sí mismos, incluso en situaciones donde no es esperado, requerido o visible para otros.
Si lo piensas, es una expectativa tóxica, pues nadie está al 100% todo el tiempo, y esperar tal cosa podría parecer incluso egoísta e insensato. Hay momentos difíciles, de bajas, donde la energía de nuestro ser está en “modo ahorro” o simplemente está siendo drenada por alguna que otra situación emocional compleja. Hay infinidad de razones para considerar por qué esperar que las personas den su 100% no es algo saludable de mantener.
La realidad es que esta toxicidad tiene su parte positiva, aunque parezca contradictorio. Desde muy pequeña edad me he dado cuenta de que o somos conformistas o somos ambiciosos, y si bien no hay nada malo en elegir un estilo de vida en uno u otro, es complejo considerar que alguien no quiera crecer, mejorar, aprender, vivir, moverse hacia adelante. Conformarse con las cosas tal cual están y no aspirar a ningún cambio en el mañana va totalmente en sentido contrario de esa idea. Lo que me lleva a este pensamiento:
¿De qué vale hacer algo que ya se ha hecho, si no se intenta hacer mejor que la vez anterior?
Excluyendo las cosas del día a día (triviales y rutinarias) que no tienen mucha importancia y cuya repetición no es significativa (también considerando que no estamos hablando de compararse con otras personas), la pregunta estimula la posibilidad de que podemos ser mejores de lo que fuimos ayer. Mejores en cualquier sentido, pero mejores. Más sabios, más fuertes, más sensibles, más humanos, más conocedores, más grandes, más cercanos a Dios, más felices, más parecidos al tú que quieres ser.
Imagina el lugar en el que estás ahora mismo y considera que, por un largo tiempo, nada cambie y te quedes allí. Imagina que cada día que pase te vuelves más viejo y más lento, sin tener nuevas historias que contar ni nuevos consejos que dar, rodeado de los mismos problemas y las mismas quejas. Imagina que no puedas mirar atrás y ver que has cambiado, que has crecido, que has podido darle significado a tu existencia, a dar a otros lo que hubieses querido tener... Es difícil de imaginar, ¿verdad?
¿De qué me sirve invertir mi limitado tiempo y mi limitada energía en algo que no me suma, que no me hace mejor persona, que no me acerca más al yo soñado? Es complejo, claro está; no todo aplica de la misma forma, para todo el mundo y en toda circunstancia. Todo depende, pero suena triste escuchar a cualquier persona decir que prefiere y se siente cómoda estando estancada, conformada, sin ganas de nada y para nada.
¿De qué nos sirve amar si solo lo hacemos a quien nos conviene?
¿De qué nos sirve escuchar una bonita canción, si no es para bailarla de forma totalmente errónea e improvisada?
¿De qué me sirve creer en algo que solo alimenta mi resentimiento y mi angustia?
¿De qué vale ver la puesta del sol si, al amanecer, no tienes a tu lado a quien le da color a todo tu mundo?
¿De qué vale tener dinero si eso te aleja de las cosas que realmente importan, como una taza de café en las mañanas, un beso en la frente, una copa de vino, una oración en llanto, un día soleado o un día lluvioso, un “qué bueno que estás aquí”, un “te quiero mucho” o un “te voy a extrañar”?
¿De qué te vale ser bueno en algo si no enseñas a otros a ser igual de buenos que tú?
Por eso, yo espero que cada quien dé lo mejor que pueda dar.
Que deje los prejuicios y trabaje en sí mismo, que ame profundamente, que en cada oportunidad demuestre con sus palabras y acciones que vale la pena estar aquí, que diga presente cuando sea importante, y que crezca en sabiduría y discernimiento al pasar los días. Que sea un líder o mentor, que baile un buen merengue y perree un buen reguetón, que haga el bien y que, sin importar qué tan difícil se pongan las cosas, mire al cielo y confíe en Dios.
¿De qué vale, si no es pa’ ser feliz?
Si lo piensas, es una expectativa tóxica, pues nadie está al 100% todo el tiempo, y esperar tal cosa podría parecer incluso egoísta e insensato. Hay momentos difíciles, de bajas, donde la energía de nuestro ser está en “modo ahorro” o simplemente está siendo drenada por alguna que otra situación emocional compleja. Hay infinidad de razones para considerar por qué esperar que las personas den su 100% no es algo saludable de mantener.
La realidad es que esta toxicidad tiene su parte positiva, aunque parezca contradictorio. Desde muy pequeña edad me he dado cuenta de que o somos conformistas o somos ambiciosos, y si bien no hay nada malo en elegir un estilo de vida en uno u otro, es complejo considerar que alguien no quiera crecer, mejorar, aprender, vivir, moverse hacia adelante. Conformarse con las cosas tal cual están y no aspirar a ningún cambio en el mañana va totalmente en sentido contrario de esa idea. Lo que me lleva a este pensamiento:
¿De qué vale hacer algo que ya se ha hecho, si no se intenta hacer mejor que la vez anterior?
Excluyendo las cosas del día a día (triviales y rutinarias) que no tienen mucha importancia y cuya repetición no es significativa (también considerando que no estamos hablando de compararse con otras personas), la pregunta estimula la posibilidad de que podemos ser mejores de lo que fuimos ayer. Mejores en cualquier sentido, pero mejores. Más sabios, más fuertes, más sensibles, más humanos, más conocedores, más grandes, más cercanos a Dios, más felices, más parecidos al tú que quieres ser.
Imagina el lugar en el que estás ahora mismo y considera que, por un largo tiempo, nada cambie y te quedes allí. Imagina que cada día que pase te vuelves más viejo y más lento, sin tener nuevas historias que contar ni nuevos consejos que dar, rodeado de los mismos problemas y las mismas quejas. Imagina que no puedas mirar atrás y ver que has cambiado, que has crecido, que has podido darle significado a tu existencia, a dar a otros lo que hubieses querido tener... Es difícil de imaginar, ¿verdad?
¿De qué me sirve invertir mi limitado tiempo y mi limitada energía en algo que no me suma, que no me hace mejor persona, que no me acerca más al yo soñado? Es complejo, claro está; no todo aplica de la misma forma, para todo el mundo y en toda circunstancia. Todo depende, pero suena triste escuchar a cualquier persona decir que prefiere y se siente cómoda estando estancada, conformada, sin ganas de nada y para nada.
¿De qué nos sirve amar si solo lo hacemos a quien nos conviene?
¿De qué nos sirve escuchar una bonita canción, si no es para bailarla de forma totalmente errónea e improvisada?
¿De qué me sirve creer en algo que solo alimenta mi resentimiento y mi angustia?
¿De qué vale ver la puesta del sol si, al amanecer, no tienes a tu lado a quien le da color a todo tu mundo?
¿De qué vale tener dinero si eso te aleja de las cosas que realmente importan, como una taza de café en las mañanas, un beso en la frente, una copa de vino, una oración en llanto, un día soleado o un día lluvioso, un “qué bueno que estás aquí”, un “te quiero mucho” o un “te voy a extrañar”?
¿De qué te vale ser bueno en algo si no enseñas a otros a ser igual de buenos que tú?
Por eso, yo espero que cada quien dé lo mejor que pueda dar.
Que deje los prejuicios y trabaje en sí mismo, que ame profundamente, que en cada oportunidad demuestre con sus palabras y acciones que vale la pena estar aquí, que diga presente cuando sea importante, y que crezca en sabiduría y discernimiento al pasar los días. Que sea un líder o mentor, que baile un buen merengue y perree un buen reguetón, que haga el bien y que, sin importar qué tan difícil se pongan las cosas, mire al cielo y confíe en Dios.
¿De qué vale, si no es pa’ ser feliz?