Fragmento del libro No soy un robot
En 2016 visité el observatorio astronómico de Paranal, en el desierto de Atacama, y un año después conocí a su fundador, el italiano Massimo Tarenghi, en la ciudad de Antofagasta.
En 1993, después de la dictadura de Pinochet, en esa tierra baldía el poeta Raúl Zurita, formado como ingeniero civil, labró una frase de tres kilómetros de largo y un metro ochenta de altura, inspirada en Dante, que sólo puede ser leída desde las alturas: «Ni pena ni miedo». Un llamado a resistir en un paisaje de actividades extremas: la minería, la observación de los astros, la desaparición de cuerpos.
Los años del terror y la muerte bajo la dictadura de Pinochet debían ser superados asumiendo otro calendario: el tiempo mineral de la naturaleza, ajeno a los arrebatos de la Historia.
Durante un tiempo, los aviones que despegaban de Antofagasta alertaban a los pasajeros para que vieran el lema de «Ni pena ni miedo» trazado en el desierto, pero esa costumbre se perdió y no son muchos los que conocen esas letras manuscritas, que parecen trazadas por un dedo sobrenatural.
En 2017 volví a Antofagasta, la ciudad más cercana a Paranal, y pude subir al helicóptero de una compañía minera. Sugerí que buscáramos la inmensa frase que el poeta Raúl Zurita diseñó como una caligrafía manuscrita. Ni el piloto ni el dueño del helicóptero conocían ese verso telúrico. Google Maps llegó en nuestro auxilio y al cabo de 56 kilómetros de travesía pudimos ver el geoglifo trazado por Zurita: las cuatro palabras de una poética de la memoria que perduran en soledad, ajenas a la erosión del viento, sobrevoladas por los buitres, confirmando que nada dura en forma tan estremecedora como lo que parece efímero. Nadie se atrevió a hablar. Cuando volvimos a tiera, dijo con voz entrecortada, sin dejar de ver el altímetro: Creí que ahí no había nada».
Hoy en día, el observatorio de Paranal es un albergue de lujo, rodeado de un entorno inclemente. El sitio fue edificado por Massimo Tarenghi, hombre de humor incombustible que construyó su primer telescopio a los diecisiete años.
Tarenghi estudió en Milán y luego peregrinó por los campus de Arizona, Ginebra y Heidelberg para perfeccionar el arte de mirar el universo. En tiempos de los radiotelescopios se mantuvo fiel a los aparatos ópticos. En 1977 asumió la construcción de un telescopio para La Silla, en Chile, y en 1983 inició el proyecto de Paranal, cuyo ensamblaje duró seis años. «Si quieres trabajar en el observatorio más grande del
mundo, tienes que construirlo», dice Tarenghi.
Para cumplir su sueño, se mudó a un container en la arena. De día coordinaba los trabajos de los albañiles; de noche habitaba un palacio astral. Ganador del Premio Tycho Brahe, que se otorga a quienes, como el célebre precursor danés, crean artilugios para escrutar el cielo, Tarenghi sabe que para ver de otro modo hay que vivir de otro modo.
Cuando lo conocí, habló con sabiduría mundana de la vida que lleva en Santiago, donde ahora vive, y reveló su secreto para sobrevivir en el desierto: «La astronomía es cosa de locos; yo me salvé gracias a ocho personas», dijo en forma enigmática.
Contó que, en sus tiempos pioneros en Atacama, su familia vivía en Alemania y él la visitaba en los lapsos de descanso obligatorio, planeados para impedir que los astrónomos despeguen para siempre de la Tierra. Quiso la casualidad que en un avión de regreso a Sudamérica su vecino de asiento fuera un científico que trabajaba en la Antártida. Tarenghi le preguntó cómo sobrellevaba la soledad entre los hielos y recibió esta lección de supervivencia: «Elige a ocho personas con las que puedas hablar a cualquier hora por teléfono y que tengan oficios distintos al tuyo. Serán tu contacto con el mundo. No necesitas más ni menos: ocho personas».
El consejo adquirió fuerza oracular. Tarenghi necesitaba dar con ocho afectos diferenciados y disponibles. Los consiguió y durante más de una década fue feliz en Atacama. Instaló un espejo para explorar los confines de la galaxia, pero esa exploración de la lejanía dependió de una estadística menor: la vida entre las piedras hizo que un ser comunicativo limitara su trato a ocho voces. «El hombre ama la compañía, así sea la de una vela encendida», escribió el infaltable Lichtenberg.
Tal vez a todos nos correspondan ocho relaciones verdaderas. En tiempos de las redes sociales y los «amigos» de Facebook sobran vínculos espectrales, pero sólo unos cuantos nos rescatan de nosotros mismos. En un rapto de frenesí gregario, el compositor Roberto Carlos elevó una alabanza a la vida colectiva: «Yo quiero tener un millón de amigos». ¿Es posible esa utopía? ¿Podemos simpatizar con nuestros congéneres al grado de quererlos de a millón? Cuando fue escrita, esa letra expresaba un anhelo irrealizable, incluso para alguien de simpatía brasileña. Hoy en día puede ser la comprobación de una pesadilla.
Las cifras de la astronomía son abrumadoras. Por eso soprende que la enseñanza antropológica de Tarenghi dependa de un número pequeño, que en billar corresponde a la bola negra. La elección de ese círculo de amistades dependió de sus arduas condiciones de vida, pero su ejemplo permite reflexionar en la cantidad de gente que podemos frecuentar en forma satisfactoria.
En una época en que la comunidad digital se expande con energía centrífuga y en que la popularidad se mide por el número de «amigos» en Facebook o followers en X, el caso Tarenghi refrenda la importancia de los núcleos sociales restringidos para garantizar una comunicación intensa, ya se trate de los ocho amigos de un astrónomo, las cincuenta personas que asisten a un aula o los doce apóstoles que siguen a un profeta que escribe sobre la arena.
También en Antofagasta asistí a las sesiones del festival Puerto de Ideas. Una de las discusiones más estimulantes no tuvo lugar en un auditorio, sino en el sitio donde la conversación prospera de mejor modo: una comida.
Un neurocientífico chileno, que desde hace décadas trabaja en Estados Unidos y ya se desprende con dificultad del inglés, había tenido una relación acre con el público. Describió los sofisticados experimentos que hace con ratones y en la sección de preguntas y respuestas dio al público un trato similar al que confiere a los roedores: «Esa pregunta no es relevante, pasemos a la siguiente», decía cuando algo le disgustaba.
Durante la comida, mantuvo su tono de altanera suficiencia. Sorprendido de que un sacerdote jesuita departiera con nosotros, preguntó:
-¿Cómo es posible que usted se oponga a la ciencia?
-No me opongo -dijo el jesuita en tono conciliador-.
La ciencia sirve para lo que se puede explicar y la religión para lo que no se puede explicar: somos complementarios.
El hombre que había salido de Chile como Carlos y regresaba como Charles no aflojó la presión:
-El origen del mundo según la Biblia es un cuento in-sostenible.
-respondió el sacerdote-: los cuentos y la poesía son indemostrables; la fe depende de lo que no se ha visto; necesitamos historias y metáforas para darles antido a los misterios insolubles.
El científico se limitó a decir:
-No me convence.
La conversación siguió diplomáticamente por otro rumbo, pero quedó claro que el sacerdote había ganado ese set del partido, no sólo por ser más agradable, sino porque buena parte de los contertulios nos dedicábamos a formas del conocimiento que no admiten verificación.
Conocer el cielo con rigor científico, al modo de los astrónomos de Paranal, es distinto a imaginarles formas a las nubes, sabiduría falsa que, sin embargo, mejora el cielo.
El cielo mejora cuando una nube parece un conejo, un niño define una palabra o un astrónomo tiene un número favorito. Hechos de polvo de estrellas, pertenecemos a un universo que se descifra a sí mismo con palabras. Octavio
Paz atrapó el enigma en su poema «Hermandad»:
Soy hombre, duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
Saludos,
Jdavid
Jdavid