Los hikikomoris
Juan Villoro, «No soy un robot»
La disolución de la personalidad aqueja de distinto modo a las generaciones. Las familias enfrentan una nueva disfuncionalidad, provocada por el repentino aislamiento de uno de sus miembros.
«Voy a ver al zombi», me dijo un amigo al despedirse.
Se refería al hijo de diecisiete años con el que ya no cruza palabra. Otro amigo que participaba en la reunión comentó que también su hijo había desaparecido de la vida familiar. Encerrado bajo llave, oía rock nihilista y se abismaba en la computadora. Este segundo caso tuvo un saldo productivo: el muchacho abandonó los estudios formales pero estudió en línea para programador de software, obtuvo un empleo -también en línea- y se independizó, lo cual significa que ahora paga alquiler por estar encerrado.
En 2020, la pandemia del coronavirus reveló los beneficios de la home office, demostrando que muchos desplazamientos de la vida anterior eran inútiles. Además, al estar a unos pasos de la «oficina», la gente trabajó más. Algunas normas de la situación de emergencia no tendrán vuelta atrás. Se ahorrará en el alquiler de despachos y se contaminará menos al suprimir viajes innecesarios.
A unas calles de mi casa se alza la Torre Mítikah, diseñada por el arquitecto César Pelli, creador de las torres de Kuala Lumpur. Actualmente es la más alta de América Latina.
Sus 68 pisos fueron concebidos para albergar oficinas y espacios habitacionales de lujo coronados por un helipuerto. Sin embargo, la mayoría de esas oficinas se encuentran vacías. El costo del alquiler desafía a las empresas y la posibilidad de sufrir un terremoto en las alturas a los empleados.
Zoom permite lograr lo mismo con menor desgaste. El trabajo ligado a un espacio físico se modifica con la tecnología digital, lo cual provoca nuevos padecimientos: malestares de la vista, hipertensión arterial, falta de concentración, el tech-neck (dolor en las cervicales por tanto ver el teléfono) y misterioso «envejecimiento repentino». Dosificar el tiempo ante la pantalla se ha vuelto tan aconsejable como dosificar las copas de vino.
El mundo se encuentra polarizado por posturas políticas extremas. Pero un cisma más hondo fractura la vida en común. Los nativos digitales rara vez se interesan en leer los periódicos establecidos y participan poco en actividades sociales o comunitarias. Su conducta relacional depende de la tecnología.
La brecha entre las generaciones parece insalvable, entre otras cosas, porque ni siquiera alcanza el grado de confrontación: los mayores de cuarenta años han perdido, incluso, el rango de opositores. Ser joven significa estar aparte.
El Latinobarómetro informa que desde 1995 un tercio de la población latinoamericana se adhería a posiciones autoritarias; para 2018, esa postura abarcaba a dos tercios en algunos países (en México, sólo el 38 % prefería un gobierno democrático). En promedio, el apoyo a la democracia no llega al 50 % en el subcontinente, lo cual favorece el respaldo a líderes populistas de uno u otro signo (López Obrador, Bukele, Bolsonaro o Milei). Ese viraje lo impulsan principalmente los nuevos electores, atraídos por posturas «radicales» «antisistema» (aunque en muchos casos se trate de una nueva etiqueta para ideologías que fracasaron en el pasado).
Milan Kundera señaló que habitamos el «planeta de la inexperiencia», pues somos incapaces de aquilatar lo que ya ocurrió. La mayoría de la gente se comporta como si todo sucediera por primera vez, lo cual aumenta al frecuentar el «presente eterno» de la realidad virtual.
Cuando asisto a escuelas para hablar de literatura infantil o juvenil, experimento lo que, a falta de mejor expresión, llamaré «crisis de pasado»: lo anterior se descarta por el solo hecho de haber sucedido. Salvo excepciones (con estudiantes de Historia o disciplinas afines), cuesta trabajo que los chicos se interesen en los antecedentes de lo que hoy sucede. Esto incluye a la gente más próxima: mi hija de veinticuatro años me aconseja que deje de vivir en el mundo de su abuelo. Si Instagram y TikTok pueden ser vistos como espejismos de la realidad, para la mayoría de los jóvenes el pasado es una irrealidad.
En ese ámbito, la credibilidad de la información no depende de la autoridad intelectual o la reputación de la fuente, sino de un tutorial anónimo o de un influencer cuya reputación depende menos de lo que comunica que de la cantidad de seguidores que tiene.
Esto ha fracturado la transmisión de ideas y valores. La tradición y los mecanismos que vinculan a una generación con otra -de la filiación a la pedagogía- se desdibujan junto con la noción misma de «realidad».
En cualquier cafetería universitaria, los profesores se quejan de la apatía con que sus alumnos escuchan los cursos que eligieron voluntariamente.
Antes de que esto parezca un nuevo lamento de Jeremías, provocado por el exceso de colesterol, vale la pena subrayar que lo anterior no significa que las nuevas generaciones carezcan de preocupaciones o demandas. Al menos dos temas les interesan profundamente: la libre determinación y equidad de géneros, y la ecología (en ocasiones principalmente entendida como protección a los animales).
Aunque siempre hay excepciones, no es exagerado decir que la franja que va de los millennials a la «generación Z» se siente ajena a las ofertas políticas y sociales forjadas por las generaciones precedentes. Este desencanto no impide el surgimiento de reacciones creativas, según demuestran las vigorosas propuestas del arte y la contracultura juveniles, desplegadas en murales, tatuajes, composiciones, textos literarios, ropa alternativa, coreografía y performances.
De manera significativa, la actual contracultura propone otro empleo del tiempo. A diferencia de las búsquedas de los años sesenta, que sobrecargaron el valor del futuro y enfatizaron la pulsión utópica de conquistar una nueva aurora, los jóvenes contemporáneos descreen de este mundo, pero toman la escéptica precaución de no proponer otro mundo.
El pasado interesa poco y el futuro no se anticipa. En un planeta con fecha de caducidad, sin empleos asequibles y poca posibilidad de tener una vida autónoma, de manera lógica, se ejerce una impugnacion sin utopia, una radicalidad sin esperanza.
Nada de esto deriva de una postura particularmente agresiva o egoísta por parte de los jóvenes, sino de las condiciones que los han excluido de oportunidades para el porvenir, de la violencia que experimentan todos los días y del evidente fracaso de las propuestas de las generaciones previas.
Ante un mundo donde el único consuelo parece venir del dinero rápido, las drogas, el consumo o la anestesia de la realidad virtual, la participación social ha disminuido.
Por otra parte, los mayores de cuarenta años han desertado de la saludable función de opositores. El necesario repudio del autoritarismo que se padeció en épocas pasadas ha llevado a una pérdida de referentes. El psicólogo argentino Miguel Espeche trabajó durante años con chicos en situación de calle. Le sorprendió lo mucho que hablaban de la policía. La mayoría de sus anécdotas y comentarios eran negativos, pero no podían dejar de hacerlos. Entendió que en su ecología afectiva la policía representaba la autoridad que les faltaba y ejercía simbólicamente la función de los padres.
Obviamente, la paternidad no puede ser entendida en términos de gendarmería, pero la noción de límites, necesaria en la construcción de la personalidad, se desplaza ahora a la tutela digital. En el caso de los videojuegos, la destreza se mide subiendo de un nivel a otro. En ese entorno, los criterios de méritos y recompensas son tan claros como los de un colegio militar. Pero la educación en red también genera angustia y desconcierto. La virtualidad se presenta como un horizonte ilimitado, pero esa ilusión no siempre se cumple.
La lucha de padres y maestros para limitar el acceso a la realidad virtual se ve derrotada por el avance de la tecnología en todos los órdenes de la vida. Mientras escribo estas líneas, en el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México se exhibe una exposición sobre Notre Dame en la que cada visitante recibe una tablet que le permite interactuar con las fotografías que se muestran de la catedral de París. Se asiste a un sitio real para pasar a uno virtual. Lo mismo ocurre con los numerosos espectáculos «inmersivos» que proponen que los actos de presencia alternen con estímulos digitales. Los padres y los maestros se esfuerzan en dosificar la virtualidad, pero viven en una ciudad con sobredosis de virtualidad.
Si en los años sesenta y setenta ser joven significaba irse de casa, ahora significa aislarse en ella. De pronto, un adolescente se sustrae del entorno donde hierve el agua y se reúne en la pantalla con amigos inmateriales. El fenómeno se ha vuelto preocupante en Japón, donde los autistas digitales son tipificados como hikikomoris (sustantivo que viene de «apartarse» o «recluirse»).
Enrique Vila-Matas describe así a estos renunciantes «Sienten tristeza y apenas tienen amigos, y la gran mayoría duerme o se tumba a lo largo del día, y miran la televisión o se concentran en el ordenador durante la noche. En Japón se les llama también solteros parásitos. O sea que aquellas máquinas solteras que inventara Duchamp se han hecho realidad».
El hikikomori se evapora del entorno. ¿Qué ha llevado al menos a medio millón de jóvenes varones a alejarse de ese modo?. Quizá se trate de una versión tímida o incluso secreta del samurái. En el pacífico Japón contemporáneo resulta dificil ejercer esa modalidad del heroísmo. La inmensa mayoría de los hikikomoris son hombres jóvenes que suelen responder a los rasgos que Yukio Mishima distinguía en el guerrero sagrado.
Mientras se preparaba para cometer su suicidio ritual, el autor de Confesiones de una máscaraactualizó el Hagakure, prontuario samurái recogido en el siglo XVIII.
Las condiciones básicas de quien asume esa existencia son el desprecio por la vida y el alejamiento de toda tentación
mundana. El samurái es un intenso outsider, un romántico que ama de lejos y aguarda el momento de sacrificarse. «El Hagakure es un intento de curar el carácter pacífico de la sociedad moderna a partir de la potente medicina de la muerte», escribe Mishima.
Antes de hacerse el harakiri, el samurái escribe un poema en el que resume su visión del mundo en cinco versos. Su mensaje estético obedece a una moral estricta; por medio de la espada y del pincel, el sacrificado defiende una armonía que lo excede; se expresa al modo del follaje, al margen de sí mismo, garantizando la renovación de un orden natural que cobra autoconciencia a través de la sangre y la belleza.
Los hikikomoris se sustraen a la banalidad del consumo, la meritocracia y las severas exigencias jerárquicas de Japón.
En un mundo que renunció a la épica, se dan de baja. Son espectros de sí mismos, máquinas solteras, suicidas aplazados. Su conducta no es ajena al heroísmo vegetal de quien permanece horas inmóvil, meditando en un templo. El profeta de la ética samurái, que vivió en riguroso aislamiento, puede ser visto como el primer hikikomori.
El Hagakure proviene de las enseñanzas de Yamamoto, quien estuvo al servicio de un shogun del siglo XVIII. De acuerdo con la tradición, debía matarse al morir su señor. No lo hizo porque un edicto abolió los suicidios rituales, pero se retiró del mundo y durante veinte años no se supo de él. Yamamoto se convirtió en algo que parecía imposible, un samurái jubilado; los hikikomoris se le parecen mucho: repudian la realidad con la reclusión y la existencia virtual.
En ocasiones, no soportan el aislamiento y toman un arma. De hecho, el término hikikomori ganó notoriedad en el año 2000, cuando un chico de diecisiete años rompió su encierro digital para salir a una ciudad a la que ya no podía incorporarse y en la que secuestró un autobús y atacó a un pasajero con un cuchillo de cocina.
Es posible que el país de Godzilla, los tamagochis y los pokémones ofrezca claves secretas para el comportamiento de la juventud digital. ¿Asistimos a la preparación larvaria de los samuráis del porvenir? ¿El enclaustramiento elimina la agresión o la incuba sigilosamente?.
Hans Asperger tipificó el autismo social como un padecimiento que lleva a rehuir el trato con los otros y a concentrarse en muy pocas cosas. El síntoma puede tener distintos grados. En algunos casos es fácil de percibir (Andy Warhol convirtió su fobia en espectáculo: se aislaba al estar con los demás). En otros casos, la enfermedad apenas se advierte e incluso sirve para representar satisfactoriamente emociones ajenas (el actor Keanu Reeves es un buen ejemplo). No hay medicina para el síndrome de Asperger ni una precisa graduación de la intensidad con que se padece.
Más allá de las condicionantes físicas, el malestar se potencia con el ambiente, y no es extraño que prospere en hogares donde cada miembro de la familia mira su propia pantalla.